Octava Entrega
Por Rodrigo Ovejero
Tengo por seguro que a lo largo de los años he decepcionado de las formas más diversas y profundas a mis padres, pero imagino que el día en que se enteraron de que coleccionaba etiquetas de cigarrillos debió haber sido uno de los más desalentadores. Supongo que en ese instante debieron pensar que mi destino no sería la excelencia, después de todo.
¿Pero qué hace que los humanos coleccionemos? ¿Qué nos lleva a acumular objetos similares con un ansia de completitud? Voy a arriesgar dos respuestas, las cuales, por supuesto, serán profunda e indiscutiblemente equivocadas.
Lo primero que se me ocurre es que, en un mundo tan grande -parte a su vez de un universo más grande- la tentación de tener algo completo, por ínfimo que sea, es imposible de resistir. Por eso buscamos la última figurita del álbum, la estampilla que nadie más tiene o la moneda que vale mucho más que su número tallado. Porque nuestra naturaleza es parcial, estamos condenados a no terminar nada, a desconocer cosas, a que porciones gigantescas de la existencia nos sean ajenas por siempre. En ese orden de cosas, reitero, rellenar aunque sea un diminuto casillero de mundo es casi un desafío a nuestra condición humana.
Mi otra suposición tiene que ver con el tiempo y su costumbre odiosa de pasar. Una buena colección detiene el tiempo, aunque sea en una vitrina, al menos en lo relativo a un aspecto –otra vez- mínimo del mundo. Nos proporciona, además, un ancla a nosotros mismos, porque a lo largo de nuestras vidas podemos ir cambiando de forma de pensar, de amigos y de parejas, pero siempre tendremos a mano las mismas porquerías que coleccionamos para recordarnos quiénes somos más allá de los vaivenes de los años.
De arte y coleccionismo hay mucho que decir, pero esta columna trata de limitarse a quinientas palabras, así que empecemos: Historieta Nacional es una novela de Alejo Valdearena que se refiere al coleccionismo de –obviamente- historietas; Alta Fidelidad, la novela de Nick Hornby, es protagonizada por un coleccionista de discos y La tienda de los deseos malignos, de Stephen King, también puede apuntarse, aunque su genial idea original sufra una de las peores ejecuciones que el Maestro haya llevado a cabo.
Con el tiempo, por suerte, abandoné mi colección de etiquetas de cigarrillos (ni siquiera fumaba por esos años, jamás entendí por qué lo hice) pero como contrapartida fui iniciando y abandonando numerosos catálogos entre los cuales se encontraban latas de bebidas, ceniceros de bares y señaladores. La mayor parte de esos objetos fueron a parar a la basura a medida que cumplir años me otorgó cierta cordura, en la actualidad solo colecciono libros, discos y rechazos editoriales. Sin embargo, siempre me fascinó conversar con las personas acerca de sus colecciones, siempre me pareció que, detrás de lo que a primera vista puede parecer una simple incapacidad para deshacerse de cosas, hay una búsqueda romántica de vencer la naturaleza inabarcable de esta existencia.