Por Joan Royo Gual
Los pueblos indígenas brasileños suelen decir que llevan resistiendo exactamente 523 años, el tiempo que hace que las carabelas portuguesas asomaron en la línea del horizonte. El informe anual del Consejo Indigenista Misionero (CIMI), divulgado este jueves, prueba que en los últimos cuatro años, el primer presidente abiertamente beligerante contra la causa indígena en la historia de la democracia les obligó a hacer un esfuerzo extra: durante el Gobierno de Jair Bolsonaro la violencia se multiplicó exponencialmente; fueron asesinados 795 indígenas, 180 de ellos en 2022.
En las casi 300 páginas de documento, esta organización ligada a la Iglesia católica recopila datos oficiales de todos los Estados del país para hacer un retrato exhaustivo de los ataques de los últimos años, que vincula estrechamente a las políticas del expresidente. Los casos de violencia contra las personas indígenas (asesinatos, amenazas de muerte, lesiones corporales, racismo o violencia sexual) llegaron a una media de 373,8 al año, con un aumento del 54% respecto a los cuatro años anteriores (bajo los gobiernos de Michel Temer y Dilma Rousseff).
“La intensidad y gravedad de esos casos no pueden comprenderse fuera del contexto de desmonte de la política indigenista y de los órganos de protección ambiental durante los cuatro años bajo el Gobierno de Jair Bolsonaro”, indica el informe. El expresidente, por ejemplo, llegó al cargo prometiendo no dedicar “ni un centímetro más” de tierra a los indígenas, y así lo hizo, a pesar de que la Constitución obliga a reconocer legalmente los territorios ocupados históricamente por las poblaciones nativas. El Gobierno intentó reiteradamente aprobar leyes para permitir explotar las tierras indígenas y deshidrató desde dentro los órganos que deberían proteger a estas comunidades, lo que a la postre derivó en un escenario de conflictos, indefensión e inseguridad jurídica en el campo. Tan solo en 2022, hubo 309 casos de invasión y explotación ilegal de recursos.
El año pasado, en Estados como Mato Grosso do Sul, Maranhão y Bahía, las disputas por la tierra y la falta de protección derivaron en asesinatos de indígenas en los que incluso participaron agentes policiales como “seguridad privada” de terratenientes, denuncia el informe. En la tierra indígena Comexatibá, en el sur de Bahía, el pataxó Gustavo Silva da Conceição, un chaval de apenas 14 años, fue asesinado durante uno de los varios ataques de grupos que los indígenas definen como “milicianos”. Los casos así son recurrentes. En el Estado de Mato Grosso do Sul, el granero de donde cada año salen miles de toneladas de soja hacia el mundo, los guaraní kaiowá se enfrentan desde hace décadas al todopoderoso sector agrícola brasileño. Tras reivindicar como territorio ancestral la hoy registrada como hacienda Guapoy, hubo una expulsión violenta por parte de la Policía Militar que acabó con un muerto, Vitor Fernandes, y decenas de heridos.
Ninguno de estos asesinatos tuvo una repercusión mediática comparable a los del periodista británico Dom Philips y el indigenista Bruno Pereira en junio del año pasado. Sus cuerpos fueron descuartizados y quemados en el Valle del Yavarí, la región del mundo con más pueblos indígenas no contactados. El informe certifica que poco después del terrible homicidio continuaron las amenazas a indígenas de la región.
Especialmente grave es la situación de los indígenas yanonami, en el norte del país, en la frontera con Venezuela. En los últimos años, el discurso permisivo de Bolsonaro con la minería ilegal en tierras indígenas provocó la llegada de más de 20.000 garimpeiros en busca de oro. El presidente, lejos de desautorizar la actividad, llegó a visitar una excavación ilegal en la tierra indígena Raposa Serra do Sol para explicitar su apoyo. Entre las muertes más cruentas del año pasado, el informe cita la de una adolescente yanomami de 12 años que fue violada y asesinada por garimpeiros en una aldea de la región de Waikás, una de las más afectadas por la minería ilegal.
Las invasiones contaminan los ríos con mercurio, lo que a su vez acaba con la pesca, principal fuente de alimentación de estos indígenas. El resultado de años de negligencia estatal saltó a la vista el pasado mes de enero, cuando las imágenes de adultos y niños yanomami famélicos, con las costillas a la vista, dieron la vuelta al mundo. El Gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva montó una compleja operación para expulsar a los garimpeiros, pero las consecuencias tardarán en desaparecer. Uno de los datos más escalofriantes del documento se encuentra en la categoría sobre muertes por “omisión de poder público”, sobre todo por falta de asistencia sanitaria. Entre 2019 y 2022, murieron un total de 3.552 niños indígenas de entre cero y cuatro años por este motivo, un 35% más que en los cuatro años anteriores.
De esas muertes, el CIMI identificó 1.504 que se dieron por causas evitables, como diarrea, fiebre, neumonía o desnutrición. El territorio yanomami, de nuevo debido a la invasión de los garimpeiros, fue el más afectado. A pesar de que aquí vive apenas el 4% de los indígenas brasileños, el 17,5% de las muertes por ausencia de políticas públicas adecuadas se produjo aquí, con 621 niños fallecidos en los últimos cuatro años. Los especialistas afirman que el número podría ser mayor, ya que hay puntos de muy difícil acceso donde los garimpeiros aún ocupan los precarios puestos de salud repartidos por la selva. El informe habla en varias ocasiones de genocidio y pide la creación de una Comisión Nacional Indígena de la Verdad, como la que se instaló para investigar los crímenes de la dictadura militar.
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