Por Rodrigo Ovejero
Undécima Entrega
Roberto Fontanarrosa, en su texto Palabras iniciales, reflexionaba acerca de lo que debía tener un buen libro para atrapar al lector. Es una pregunta que muchos escritores y lectores se han hecho en muchas oportunidades, sin llegar a una conclusión certera (las conclusiones certeras y la literatura, por desgracia, no tienen buena relación). Una condición que uno pensaría indiscutible -por aplicación de lógica básica- es la existencia del libro, pero sucede que a lo largo de la historia también los libros que no existen han llamado nuestra atención.
Si hablamos de libros que no existen el primer ejemplo que viene a mi memoria, por supuesto, es el Necronomicon Ex Mortis, invención de H.P. Lovecraft que a fuerza de ficciones ha logrado que se discuta su realidad. Esta recopilación de textos prohibidos, fórmulas y hechizos de poderes ominosos fue rodeada de las dosis justas de misterio y documentación para que su mitología incluya discusiones acerca de su existencia. Borges mencionaba que un ejemplar podía encontrarse en la Biblioteca Nacional Argentina, confirmando de tal manera el natural estado de centro del universo que reviste nuestro país. El mismo Jorge Luis tiene su propio libro ficticio, El libro de arena –del cuento del mismo título- el cual poseía la particularidad de cambiar sus páginas y sus historias cada vez que se abría, de manera tal vez azarosa.
En El hombre en el castillo, Phillip K. Dick genera un juego de espejos entre la literatura y la realidad, haciendo referencia, en una distopía en la cual El Eje ganó la Segunda Guerra Mundial, a un libro llamado La langosta se ha posado, una distopía sobre una distopía (la famosa y nunca bien ponderada mamushka de distopías) que en definitiva es un reflejo del mundo real del lector, en el cual los Aliados ganaron la guerra. Otro libro de importancia dentro del género de ciencia ficción es la creación de Douglas Adams, La guía del autoestopista intergaláctico, volumen de carácter enciclopédico que reúne, en ocasiones de forma confusa y arbitraria, todo el conocimiento necesario para atravesar el universo con un presupuesto ajustado. En Farenheit 451 Ray Bradbury aseguraba la subsistencia de los libros mediante personas que los memorizaban para salvarlos del fuego. He aquí una particularidad asombrosa de los libros: pueden seguir existiendo de alguna manera más allá de la pérdida de su materialidad, al igual que las personas.
No quiero dejar pasar la oportunidad de recomendar al mejor escritor que nunca existió, Sutter Cane. Quienes quieran conocer su obra se encontrarán con el obstáculo insuperable de su inexistencia, pero pueden ver la película En la boca del miedo para paliar tan terrible carencia.
En definitiva, como a veces nos engañamos en la vida en general, no hay mejor libro que el que nunca se escribió, el que pudo haber sido escrito o el que debió escribirse, o el que, mediando las condiciones adecuadas, algún día se escribirá.