Por Rodrigo Ovejero
Duodécima Entrega
De todas las formas del destino, la más caprichosa es la suerte. Algunos dicen no creer en ella, pero todos conocemos a esa persona que gana sorteos de vez en cuando, que saca la quiniela ocasionalmente, aunque no juega seguido. Es inevitable pensar que algunos tienen buena suerte, o una suerte mejor que las demás, y que a algunas cosas las deciden detalles tan ínfimos, tan microscópicos, que no podemos hablar de otra cosa que no sea el azar.
No sé cuál será el primer registro histórico de la suerte, o la primera referencia literaria, pero se me hace un concepto tan humano que no me cuesta situarlo en el principio de los tiempos. La suerte nos debe acompañar desde el mismo momento en que adquirimos consciencia acerca del mundo que nos rodea, porque la suerte es en definitiva una de las formas que tenemos para explicarnos el funcionamiento general del mundo. Hablamos de buena o mala suerte para englobar innumerables factores, algunos de los cuales están bajo nuestra voluntad y otros no.
Para ensayar una definición, la suerte es el destino cotidiano, el modo en el que variables infinitas en el universo confluyen para que nos toque, por ejemplo, el asiento de la ventanilla en el colectivo. A lo largo del día nuestra suerte se manifiesta de diversas maneras: una baldosa rota, una racha de semáforos verdes, el encuentro con alguna persona. Intentamos hacerla obedecer nuestra voluntad mediante amuletos y rituales, pero la suerte juega con cartas sin marcar, como bien dijo Calamaro.
En la ficción este problema de que la suerte sea tan salvaje se ha solucionado de diferentes maneras. En la saga de Harry Potter una de las pócimas más complicadas de producir, el felix felicis, otorgaba a quien la tomara un período corto –una hora o algo así, mi fuerte no es la memoria- de buena suerte permanente. En Pure Luck, el protagonista era un hombre de tanta mala suerte que lo contrataban para la búsqueda de una mujer con idéntica fortuna, en la convicción de que el destino les sería igual de ingrato y que la suma de sus accidentes les llevaría al mismo lugar.
Hay experimentos que pueden hacernos medir nuestra cantidad de suerte, o, si se quiere, la calidad de la misma. El método Hoffman-Carlsen consiste en salir a dar una vuelta a la manzana sin mirar el piso, y ver quiénes se rompen una pierna con un hueco en la vereda o pisan excrementos de perro. El método Carlsen-Hoffman, al contrario, es otra vuelta a la manzana, pero esta vez prestando atención a nuestros pasos, y determinar quiénes encuentran dinero u objetos de valor con mayor facilidad. Los resultados estadísticos conseguidos han sido confusos, en los mejores casos, y contradictorios, la mayoría de las veces. Ambos métodos han sido desdeñados por la comunidad científica y, sin embargo, lo mejor que uno puede hacer para saber si tiene suerte es salir a caminar un rato y ver qué pasa.