Por Rodrigo Ovejero
Decimo Sexta Entrega
Hablemos, por fin, de uno de los grandes temas. Quizás, incluso, el gran tema: encontrar plata en la calle. Uno de los placeres más grandes que nos está permitido disfrutar alguna vez a todos, sin importar condición social o económica alguna. Diría, incluso, que eso nos hermana como humanos. Personalmente, no conozco a ningún multimillonario, pero tengo la plena seguridad de que hasta el mismísimo Mark Zuckerberg, cuando se encuentra un billete mientras está haciendo su caminata liviana diaria, ya encara el día de otra manera, le molestan menos los embotellamientos, lo pican menos mosquitos y a la noche le cuenta a la esposa “uh, no sabes, me encontré diez dólares, re bueno”, aunque tenga una cantidad casi infinita de esos en el banco.
En esto tengo una teoría, relacionada con una columna anterior: si tuviéramos la costumbre de contar el dinero que encontramos por la calle a lo largo de nuestra vida, hacia el final tendríamos un indicador objetivo de la suerte con la que cuenta cada uno. Impreciso, arbitrario e inútil, por supuesto, pero objetivo.
Por otro lado, existe una variante a este asunto que consiste en los hallazgos de dinero en nuestra propia ropa, cuando vuelve el frío y bajamos esas bolsas de consorcio con prendas de invierno de la parte más alta del armario. El encuentro de estos billetes nos pone contentos, pero no nos hace felices, como el callejero. Por empezar, sabemos que este suceso tuvo su origen en nuestro olvido, y además debemos lidiar con el añadido de la devaluación, por lo tanto decreto en este breve ensayo que encontrar plata en la calle siempre será mejor que en nuestra ropa.
Las recomendaciones en esta ocasión son tan buenas que diría -recurriendo a una metáfora que se veía venir- que son como encontrar plata en la calle. Por empezar, un cuento de Roberto Fontanarrosa, Julito. Y luego, en cine, una comedia canadiense, La gran seducción.
Pero volviendo a lo que dije acerca de contar la cantidad de dinero que encontramos por la calle, alguna vez me contaron la breve historia de un personaje que tuvo esta desafortunada idea, pero además le añadió otra desafortunada idea: contar la que perdía –o al menos la que de algún modo le constaba que perdía- de tal manera de poder realizar un balance. Hacia el final de sus días comenzó a hacer cálculos y descubrió, con absoluta tristeza, que se debía dinero. Salió a recorrer la ciudad con sus pocas fuerzas de viejo desesperado, pero ni su vista ni su destino eran los de antes y las cuadras y los días se sucedieron sin un que solo peso hiciera acto de presencia. Hasta que un día se cansó de esa búsqueda absurda y decidió abandonarla en ese mismo momento, justo cuando estaba buscando plata en una avenida. Paró un taxi para volver a su casa, y al finalizar el recorrido descubrió, con pavor, que había perdido la billetera.