Por Rodrigo Ovejero
Décimo Septima Entrega
Desde que arranqué esta columna estaba esperando escribir sobre la paciencia. De hecho, ya no podía esperar. Me gustaría empezar intentando una definición y -fiel a mi costumbre- fallando. La paciencia es el elogio de la inacción, una virtud que debería ser fácil de alcanzar, porque consiste en no hacer nada. Sin embargo, paradójicamente, no hacer nada es difícil.
Este mundo moderno pone a prueba nuestra paciencia, todo debe ser inmediato, en cualquier ámbito o disciplina. La espera parece ser el enemigo mortal del ser humano contemporáneo. A pesar de que la expectativa de vida ha aumentado considerablemente en los últimos cien o doscientos años, cada día que pasa parece que tenemos menos tiempo que perder. Damos a la instantaneidad una importancia suprema, y eludimos las instancias de espera para ponernos a hacer otra cosa igualmente inútil en su lugar.
La fobia a la espera nos ha llevado a crear espacios acondicionados para hacerla más tolerable, lugares de tonos pastel decorados con cuadros de paisajes bucólicos, pensados para bajar nuestros niveles de impaciencia. A eso le sumamos atenuantes como la música de sala de espera o de ascensor, un género difuso que empezó monopolizado en las décadas del ochenta y noventa por Kenny G y demás saxofones amables y genéricos para abarcar, a la fecha, a grupos como Coldplay o Keane, en el convencimiento de que nadie va a sucumbir a un ataque de ansiedad y empezar a revolear sillas al ritmo de Yellow.
La paciencia va perdiendo la batalla ante la modernidad incluso en actividades que deberían caracterizarse por la necesidad de, justamente, paciencia. Conozco personas que no leen libros largos porque no soportan la espera hasta el próximo, les urge cambiar de historia y de personajes rápidamente. Otras personas refieren que no ven series porque no pueden comprometerse a largo plazo con la misma historia, los agobia tener que esperar años para saber cómo termina algo que les interesa. Me atrevo a decir que no hay mal más contemporáneo que la ansiedad.
En el colmo de la impaciencia, se nos insta incluso a pasar por alto nuestros procesos biológicos para no perder tiempo. Aspirinas, analgésicos, antinflamatorios y demás remedios no solo publicitan su capacidad para curar, sino también, con igual énfasis, su capacidad para hacerlo rápido, para ponernos en movimiento lo antes posible, para acortar al máximo los plazos en reposo. Ya no podemos esperar, aunque nuestra salud esté en juego. Lo mejor que podemos hacer, para entrenar la paciencia, es aguardar por eventos cuyo acaecimiento no es intervenido de manera alguna por nuestra voluntad. Que no nos quede otra opción que esperar. Por ejemplo, si no hemos tenido la suerte de ver el cometa Halley en su última aparición por el cielo en 1986, un buen ejercicio -y que además podemos hacer todos juntos- es esperar hasta 2062 para echarle un vistazo. Voy a sugerir, a estos efectos, que busquemos una silla cómoda.