Por Rodrigo Ovejero
Vigesimo Sexta Entrega
Una de las costumbres que siempre me ha parecido más pintoresca, divertida y mágica, es la infinita variedad de eventos a los que atribuimos la capacidad de convertir deseos en realidad, si se los pide en esa ocasión. Sucesos a veces triviales a los que otorgamos la capacidad de modificar la realidad. El ejemplo más común que se me ocurre ahora mismo es arrojar una moneda en una fuente de agua, y seguramente a cada lector se le ocurrirán muchos más.
Algunos son más prácticos que otros, soy de la opinión de que el paso de una estrella fugaz es una circunstancia tan efímera que no nos permite pedir deseos con prolijidad, uno termina enredándose entre deseos y no termina de pedir uno bien, que el suceso celestial ya ha finalizado. Roberto Fontanarrosa decía en Inodoro Pereyra que para evitar este embrollo había que tenerlos listos, y además debían ser breves. Paz, pan y trabajo, por caso, es algo que se puede decir en ese lapso estelar.
En el arte esta costumbre ha dado origen a miles de historias, siendo la más conocida de ellas, por supuesto, Aladino, pero hoy quiero rescatar otras –no están en peligro realmente, pero me gustó la expresión- un poco más truculentas. La más clásica de la que podríamos llamar deseos con trampa es La pata de mono, cuento de W.W. Jacobs en el cual los deseos se cumplían a través de formas dolorosas, de tal manera que habría sido preferible no conseguir lo anhelado. Una versión libre de este relato –muy libre, a decir verdad, sólo toma la premisa original- es la serie Wishmaster, películas de terror de clase B en las que un genio maligno concedía los deseos de la manera más truculenta y terrible posible. En alguna de las secuelas de La historia sin fin –ya comenzaban a alejarse del libro de Michael Ende- el protagonista podía obtener sus deseos a cambio de entregar sus recuerdos.
Sin embargo, más allá de estos ejemplos artísticos en los que pedir un deseo tiene un precio carísimo, o sucesos urgentes como el paso de la estrella fugaz, la mayoría de las ocasiones a las que atribuimos esta capacidad suelen ser cómodas. Mientras los invitados cantan el feliz cumpleaños hay tiempo de sobra para detallar los deseos de modo que el universo no se pueda aprovechar de ninguna letra chica, cada vez que entramos a una iglesia en la que nunca habíamos puesto un pie podemos sentarnos y tomarnos el tiempo necesario para ordenar prioridades y luego, sí, con la tranquilidad de saber lo que deseamos, hacer el pedido correspondiente.
Sea como sea, pedir un deseo siempre me ha parecido un acto maravilloso, en el cual nos encontramos -aunque más no sea por un segundo- con el niño que todos llevamos dentro. Su consecución posterior puede darse o no, quién sabe, pero el solo hecho de pedirlo ya es importante, es nuestra apuesta personal por la existencia de algo más allá de lo que llamamos realidad.