Por Rodrigo Ovejero
Vigesima Octava Entrega
La otra noche, en uno de esos sacrificios extraordinarios que uno hace en su carácter de padre, asistí a la muestra de danza de mi hija, esfuerzo de carácter anual. Por supuesto que cada vez que ella entró en escena me recordó que tengo corazón, pero desgraciadamente solo fueron tres minutos en un espacio de dos horas –asumo que a muchos les pasó lo mismo, prescindamos de la hipocresía-. Lo que me llevó a preguntarme acerca de muchas cuestiones durante los ciento diecisiete minutos en los que bailaban pequeñas desconocidas -de alguna manera había que pasar el rato- y la pregunta más recurrente fue por qué no me gusta la danza clásica –ni ninguna otra, para el caso-.
Mi primer contacto con el ballet fue a fines de los ochenta, viendo Top Secret (en mi opinión, la mejor comedia de la historia, y creo que ya lo he dicho en esta columna). Desde ese momento jamás pude tomarlo en serio. El recuerdo sobre este arte ha quedado para siempre relacionado a esa función absurda a la que asiste Nick Rivers, en la que una bailarina realiza una muestra de destreza hilarante aprovechando la generosa anatomía de los bailarines. La escena, si no la recuerdan o no la vieron –me consta que hay gente que ha llevado adelante una vida feliz sin ver esta película, por difícil que resulte creerlo-, puede encontrarse en internet, lo que me exime de mayores descripciones.
El caso, de todas formas, es que Top Secret eligió por mí, descarté por completo practicar danza o cualquier tipo de baile por una película (fue un acierto, de todos modos, no he sido bendecido con el don del movimiento). Y el hecho de que me haya alejado para siempre de una actividad resulta, cuanto menos, intrigante ¿Me habría gustado el ballet si no hubiera visto esa película de niño? ¿Ha tenido Top Secret responsabilidad en una aparente disminución de la popularidad de esta disciplina?
Y la otra pregunta, no menos inquietante ¿Cuántas de mis elecciones fueron en realidad impuestas de esta manera? En los ochenta y noventa nos criaron la calle y los videocasetes, muchas de nuestras taras se explican por esta causa. Vivimos una niñez voluble, salíamos del cine dispuestos a replicar las proezas que veíamos en pantalla, apasionados por alguna actividad de la que no teníamos noticia dos horas antes. Traté de aprender karate por Karate Kid y hostigué a mis padres para que me compraran una “bicicross” por un film que no me he atrevido a revisar porque lo intuyo vergonzoso (su título era Los bicivoladores, y era una estafa total: no volaban). Tengo un amigo con un pasado oscuro en las redes del “breakdance” a raíz de la popularidad de Fama. Y en otras ocasiones, nuestra recién adquirida pasión chocaba violentamente contra el muro de la realidad: cuando terminé de ver Punto Límite estaba decidido a dominar el arte del surf, pero luego recordé amargamente que vivía en Catamarca.