El dilema de los pueblos no es «comunismo o libertad». Esa no es más que una falsa antinomia que nos quieren vender los poderosos. En tanto el mundo siga siendo injusto y la explotación sea moneda corriente, nuestra consigna debe ser —seguir siendo— «trabajadores de todo el mundo unámonos». Plantea La antropologa Nuria Giniger
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los soldados estadounidenses llegaban a sus casas hartos y repletos de cuestionamientos al capitalismo, admirados por el heroísmo y la victoria de los soldados soviéticos frente a los nazis. También los partisanos griegos, turcos, italianos, yugoslavos, chinos, coreanos y tantos otros, con la experiencia de organización y lucha contra el Eje nazi-fascista, estaban dispuestos a aprovechar el impulso liberador, ahora contra el nuevo bloque dominante configurado en la posguerra.
Frente a esto, el presidente yanqui Harry Truman —el mismo que dio la orden de lanzar la bomba atómica contra Hiroshima y Nagasaki— desplegó un proyecto de contención de las rebeliones: una propuesta política y económica integral, un verdadero plan para evitar revoluciones. El Plan Marshall y la Doctrina Truman deben mirarse en conjunto, como una apuesta por reconstruir económicamente a Europa, convirtiéndola en aliada (y dejándola a merced) de los Estados Unidos, con un criterio político-ideológico sostenido en aquello que Truman dijo en el Congreso de los Estados Unidos el 12 de marzo de 1947: «Cada nación debe elegir entre dos formas de vidas alternativas: régimen democrático o terror comunista».
Así, a comienzos de la Guerra Fría el binomio libertad/democracia vs. comunismo se configura como el eje sobre el cual pivotea la confrontación mundial, al menos hasta la caída del Muro de Berlín. Estados Unidos propuso como marco general dos grandes fuerzas en disputa, y exigía a los Estados y las organizaciones políticas, sociales y culturales que se ubiquen en función de ello.
En América Latina y el Caribe, sin embargo, hablar de «libertad» y «democracia» no era tan sencillo. La alternancia entre períodos constitucionales y golpes de Estado como modo sostener la dominación impidió durante mucho tiempo que la noción de democracia pudiera ser la idea rectora que unía a los sectores poderosos.
Para muestra basta Argentina
En la Argentina, por caso, en nombre de la «libertad», se organizaron los golpes de Estado de 1955, 1966 y 1976, con el anticomunismo como bandera. Desde el golpe de 1955, los destinos del pueblo peronista, comunista, católico por la liberación, guevarista y de otras vertientes significativas del movimiento popular sufrieron los embates del poder en sus formas represivas y en su propaganda tendiente a producir divisiones.
Aquí no era la democracia sino el anticomunismo el punto de contacto y argamasa de las distintas vertientes de la derecha. Tanto las fuerzas armadas que promovían la Doctrina de la Seguridad Nacional, como los liberales proempresariales y occidentalistas, el catolicismo integrista preconciliar y el sindicalismo peronista ortodoxo se organizaron en torno a esa idea. La «Fusiladora» creó en 1956 la Junta de Defensa de la Democracia (decreto-ley 18787) cuya «función era informar a la población de las organizaciones y actividades relacionadas con el comunismo de acuerdo a una tasación que establecía cuatro posibilidades: comunista, criptocomunista, organización con infiltración comunista y organización totalitaria». En ese mismo año se crea la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y a partir de allí se refuerza sistemáticamente la legislación represiva en la que el comunismo, el totalitarismo y la antidemocracia constituían los enemigos a combatir.
El agrandamiento de los organismos represivos del Estado se desplegó, a partir de aquel momento, bajo la premisa general del «enemigo interno», que terminó de consolidarse en la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) y el genocidio de la dictadura en los 70. Este enemigo no solo incluía a las y los militantes del Partido Comunista, sino al conjunto de los militantes populares, a la totalidad de quienes luchaban contra la dictadura, contra el poder, contra el imperialismo y contra el capitalismo, sin ninguna distinción partidaria. Las y los 30 mil desaparecidas y desaparecidos son del pueblo.
Esta forma de englobar al conjunto de las tradiciones populares tiene por objeto un modo de indistinción de las organizaciones populares en pos de clarificar al enemigo común: aquel que representa un desafío —más o menos profundo— para el poder.
Sin embargo, las organizaciones populares hicieron y hacen un esfuerzo enorme (colores, nombres, próceres elegidas y elegidos, etc.) por distinguirse las unas de las otras, por fortalecer las diferencias por sobre las coincidencias y, particularmente, por no ser identificadas en ese conjunto amorfo comunista que sufría (y sufre) la represión estatal, la desaparición, la cárcel, el exilio, el estigma de ser.
Al poder dominante poco le importa si sos peronista, nacionalista-popular, cristiano, comunista, maoísta, trotskista. No obstante, el esfuerzo por distinguirse no solo se ubica en el terreno de la política (en la disputa concreta por la dirección del Estado y de las organizaciones de masas), sino que se despliega en un sinnúmero de rasgos ideológicos e incluso en un ejercicio maniqueo de la política, de forma que tal o cual no se parezcan a nosotros, no se confunda quiénes somos y, finalmente, nadie nos haga pasar por comunistas.
Reflotando dilemas
La caída del Muro de Berlín y la intención de unipolaridad trajo neoliberalismo y se llevó el dilema comunismo-democracia. Se celebró la libertad de las mayorías a no tener nada, y la democracia propuesta quedó ceñida al enfoque Truman de cuarenta años atrás: «un gobierno representativo, elecciones limpias, garantías a la libertad individual, libertad de palabra y religión y el derecho a vivir sin opresión política».
En la década del 90, la derecha nos proponía a las y los latinoamericanos una aspiración social: gym, jogging, yoghurt. Toda una expectativa sobre el ser y el estar… en Miami. No importaba que esto no ocurriera jamás; lo importante era tener el deseo social, un horizonte hacia dónde ir. Sin embargo, el desafío vino rápido: con Cuba firme, con los Zapatistas levantados, Chávez se puso de pie y de ese mundo feliz que proponía Estados Unidos no quedó casi nada.
La democracia fue tomada por el pueblo como posibilidad transformadora. Y en la primera década y media de este siglo los pueblos ensayaron experiencias de representación popular. Con mayor o menor organización, participación y decisión del pueblo y con distintas capacidades de configurar un proceso económico de propiedad común, es cierto, pero el ensayo estuvo. Aunque —hay que decirlo también— el movimiento popular nunca pudo deshacerse del todo de aquel antiguo vicio por diferenciarse del de al lado.
La historia ya es conocida: la reacción fue feroz. Con los golpes de Estado en Honduras, Paraguay, Brasil, Bolivia; con las gestiones de Macri en Argentina, de Moreno en Ecuador y los bloqueos e intentos incesantes de desestabilización en Venezuela y Cuba.
Si de algo estamos todos de acuerdo es que la pandemia vino a poner en evidencia la fragilidad de esta forma de organizar la sociedad que se llama capitalismo. La desigualdad entre regiones (e incluso dentro de los mismos países) en el acceso a vacunas y tratamientos, en la posibilidad de acceder a la educación virtual, la desigualdad entre quienes pueden sostener la parálisis productiva requerida para evitar el contagio y quienes no, entre quienes se hicieron millonarios y quienes han muerto de pobreza son solo algunas de las evidencias más crudas de la injusticia que la pandemia profundizó. Así, las rebeliones e impulsos organizativos por transformar este mundo no cesaron ni un solo día, aun con el COVID-19 al acecho.
Podemos decir que comienza a consolidarse con fuerza una polarización sustentada en aquello de «somos el 99%» que gritó el Movimiento Occupy en la crisis de 2008. Pero con un componente adicional: el mismo bloque que sostiene sus negocios a costa de la tragedia de millones, no tiene proyecto, no tiene un futuro para proponerle al mundo más que esta incertidumbre que en pandemia se hizo carne cotidiana.
Una vieja estrategia
La derecha no propone nada. Pero eso no significa que no gane. Bolsonaro es el ejemplo más cercano, que además va sofisticando cada día más sus políticas racistas, machistas y clasistas. El presidente brasileño dice explícitamente que va a «erradicar al comunismo» y que es contrario al voto, a la democracia. Bolsonaro no escondió sus posiciones fascistas; al contrario, ganó sosteniéndolas. E insiste todavía más, acusando de «comunista» a Tite, el DT del seleccionado de futbol de Brasil, por haberse manifestado contrario a que la Copa América se juegue en su país.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, aliada a un partido de ultraderecha, ganó las elecciones a principios de mayo de 2021 con el lema «comunismo o libertad». Frente a esta proclama, que fue bandera para castigar al pueblo con 36 años de dictadura sangrienta por haber osado intentar construir una república de iguales, aparecen aquellas voces —otra vez— dispuestas a distinguirse: «¡no, no somos comunistas!», «¡no, si los comunistas ya no existen!». Reaparecen temores, inquietudes por desembarazarse de aquello que tanto miedo da: «que no me confundan con Fidel Castro, ni mucho menos con Chávez, ni muchísimo menos con Maduro o Evo Morales».
Hace casi un mes que no reconocen a Pedro Castillo como presidente electo del Perú. Keiko Fujimori, su contrincante, lleva el lema «comunismo o democracia» para impedir que Castillo y la coalición de izquierda y popular que él encabeza se erija como gobierno. La campaña electoral desplegada por la ultraderechista, corrupta y empresaria hija del dictador Alberto Fujimori consistió básicamente en azuzar el miedo ligado al comunismo.
Es cierto que en cada país «el comunismo» tiene reminiscencias específicas a las cuales apelar; que existen hitos de una historia contada por los vencedores (ni comunistas, ni de izquierda, ni populares). Pero a la hora de la construcción del enemigo, el «fantasma del comunismo» se vuelve siempre una herramienta útil para que las clases dominantes engloben a todos aquellos que luchamos por transformar este mundo injusto y desigual.
El mismo estigma y el mismo binomio se despliega hoy con Daniel Jadue en Chile. Y allí encima aparece un problema real: ¡Jadue es afiliado al Partido Comunista de Chile! La intencionalidad de la derecha pinochetista chilena es dividir —bajo el estigma y el peligro que representa el comunismo— aquella alianza construida alrededor de la candidatura de Jadue de forma tal que no gane. Y si gana, el peligro se hará más patente e intentarán romper la alianza, comprar a unos, enemistar a otros, estimular rencores, divisiones, diferencias.
De alguna forma, en Argentina, la Alianza Cambiemos también tiene la intención de reflotar su viejo pero siempre útil fantasma: comunismo o libertad. Cosas tales como «Iberoamérica está secuestrada por regímenes totalitarios de inspiración comunista» o que el cierre de exportaciones de carne por treinta días es «una clara política de dominación comunista», como expresó el Diario La Capital en su edición del 22 de mayo 2021, instalan en el escenario electoral nacional este tándem.
Que el tiro les salga por la culata
No es casual que en este instante de la historia, con la catástrofe humanitaria que estamos viviendo, reaparezcan formas que ya han sido eficaces para contener el descontento. Sucede algo parecido a aquello que dijo el comunista italiano Antonio Gramsci: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
Pero esta vez, como en ese partido tan difícil que los pueblos estamos jugando en Perú, tenemos la oportunidad de aprender de la historia y sostener la unidad. Tenemos la oportunidad de reivindicar las luchas sociales y políticas, las anticapitalistas, las antimperialistas; las que se hacen en nombre del comunismo, del socialismo, de la patria liberada o de la justicia social. Tenemos la oportunidad de que el dilema en que nos quiere ubicar la derecha para dividirnos, por el contrario, profundice nuestra unidad, nuestro proyecto popular y nuestra perspectiva emancipatoria.
Tenemos una oportunidad hermosa para que les salga el tiro por la culata: reconocer nuestras coincidencias, respetarnos, darnos a todos un lugar, sin asumir como propia la diatriba de la derecha.
Es hora de responder: «¡sí, somos todos comunistas!», «yo, que soy peronista, quiero un mundo en común, de iguales, de justas y justos»; «yo, que soy guevarista, también»; «y yo, que soy cristiana». Hoy tenemos ante nosotras y nosotros la oportunidad de quitarnos para siempre esa antigua tara que nos lleva a distinguirnos, a caracterizarnos minuciosamente hasta encontrar la diferencia o la excusa para segregarnos.
El dilema del pueblo no es «comunismo o libertad». Esa no es más que una falsa antinomia que nos quieren vender los poderosos. En tanto el mundo siga siendo injusto y la explotación sea moneda corriente, nuestra consigna debe ser —seguir siendo— «trabajadores de todo el mundo unámonos».
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