Oscar Oszlak: “No hay sociedad que haya existido sin Estado”

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El politólogo, que estudia este tema desde hace más de 40 años, será galardonado con la máxima distinción que entrega el sistema científico nacional. Una mirada sobre el rol del Estado, las reformas que se discuten y la función pública como actividad profesional.

Antes de que ingresen sus nuevos ocupantes, el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva otorgará este viernes, en el Centro Cultural de la Ciencia los premios Houssay, Houssay Trayectoria y Jorge Sábato a investigadores destacados durante este año.

Los “Premios Houssay”, destinados a investigadores menores de 45 años que recibirán una medalla, un diploma y $700.000 serán para Diego Omar Crocci Russo (en el área Ciencias Biológicas y Bioquímica); Iván Angiono (área Física, Matemática, Ciencias de la Computación y Astronomía); Paula Messina (área Química no biológica; Ciencias de la Tierra, del Agua y de la Atmósfera); y María Cecilia Abdo Ferez (área Ciencias Sociales).

En la categoría “Houssay Trayectoria”, para científicos y científicas de contribuciones sobresalientes y sin límite de edad, que recibirán medalla, diploma y 1.200.000$, fueron seleccionados Marcelo Aizen (área Ciencias Biológicas y Bioquímica); Silvia Goyanes (área Física, Matemática, Ciencias de la Computación y Astronomía); Miguel Ángel Blesa (área Química no biológica; Ciencias de la Tierra, del Agua y de la Atmósfera); y Oscar Oszlak (área Ciencias Sociales).

El “Premio Jorge Sabato”, destinado a investigadores con un historial sobresaliente en desarrollos tecnológicos con impacto económico y productivo (dotado de 1.500.000$)  lo obtuvo Miguel Laborde,  del área de Química no biológica, Ciencias de la Tierra (paleontología y geología), del Agua y de la Atmósfera.

Para el “Investigador de la Nación”, dotado de $5.200.000, se propone al politólogo Oscar Oszlak, nombre de referencia nacional e internacional.

Doctor en Ciencias Políticas y Master of Arts en Administración Pública por la Universidad de California en Berkeley, doctor en Economía y Contador Público por la UBA, graduado del Programa de Impuestos de la Escuela de Derecho de Harvard y ex Subsecretario de Reforma Administrativa y Asesor Presidencial de Alfonsín, Oszlak lleva más de 40 años estudiando el aparato estatal y su rol en el país y en el mundo. Autor de numerosos libros y alrededor de 300 trabajos y notas periodísticas sobre el tema publicados en Argentina, Estados Unidos, Europa y Asia, cuando se le señala que su línea de trabajo por estos días está en el centro de la controversia, afirma que “El rol del Estado es un tema eterno. Se reitera una y otra vez. Lamentablemente, no tiene solución definitiva. Es algo que nos involucra a todos, porque el Estado somos nosotros. No es algo ajeno, es una relación social. Si todo dependiera del esfuerzo individual, si a través de nuestro esfuerzo individual pudiéramos maximizar el interés colectivo de la sociedad, sería maravilloso. Pero no podemos, porque en primer lugar, no estamos todos dotados con los mismos recursos y por lo tanto, hay un valor en la sociedad que es la solidaridad social. La teoría de la solidaridad social exige justamente que veamos cuál es el mejor mecanismo para administrar aquello que es de todos. Ese es el origen del Estado. No hay sociedad que haya existido sin Estado. No solamente los libertarios, también el comunismo decía que el Estado desaparecía en el tránsito del socialismo al comunismo y no hay ningún caso histórico en el que hayamos podido comprobar que una sociedad pueda vivir sin Estado. Es absolutamente imposible. El anarquismo también plantea que se puede vivir sin Estado, que es distinto al libertarianismo. En todo caso, tenemos que ver finalmente qué significa esta concepción libertaria del funcionamiento de una sociedad. No hay experiencia histórica. Por lo tanto, no sé si la Argentina va a ser un experimento en ese sentido o terminaremos llegando a un híbrido, a un modelo algo diferente a lo que conocemos hasta ahora, pero en última instancia con bastantes parecidos”.

–A pesar de que en las últimas décadas se propusieron fórmulas muy diferentes en apariencia, incluso opuestas, ¿cambia realmente la estructura y la función del Estado?

Nosotros tenemos una trayectoria histórica que tuvo una enorme cantidad de avatares. Somos una de las pocas sociedades que tuvo distintos regímenes militares a lo largo de nuestra historia que fueron sucedidos por regímenes civiles. Pero por otro lado, desde el punto de vista de los gobiernos democráticos, también las democracias tuvieron regímenes políticos de signos muy diferentes, incluso dentro de un mismo partido, porque no es lo mismo el peronismo tradicional, el menemismo o el kirchnerismo. Tienen características totalmente diferentes. Lo que yo veo en esta sucesión de gobiernos de los últimos 40 o 50 años, es que cada uno tiene que hacerse cargo de un aparato burocrático preexistente. Algunos piensan en la posibilidad de una burocracia de base cero. Yo creo que Milei piensa eso. O sea, empezar de nuevo como si no existiera el Estado. Y lamentablemente el Estado existe. Un funcionario político dentro de unos días se va a hacer cargo del ministerio tal o cual, se va a sentar en el sillón y entonces va a decir ‘Bueno, ahora sí, ahora vamos a poner en marcha nuestro proyecto libertario’ y va a entrar una secretaria, que probablemente sea la misma que ya existía, porque uno no se puede desprender tan fácilmente de la gente (hay también derechos adquiridos, ¿no es cierto?). Y esa secretaria va a entrar al despacho con una carga de expedientes en los brazos y va a  decir ‘Esto es para su firma’. ‘¿Cómo para mi firma si yo empiezo hoy?’, le dirá el funcionario. ‘Hoy’ es 11 de diciembre. ‘Sí, bueno, pero usted se subió a una calesita que está andando. Y hay que ver si se saca la sortija’. La máquina está funcionando desde hace mucho. Usted se está haciendo cargo de una máquina que ya existe, no la está creando ex novo. Y cuando quiere ponerse a trabajar en sus proyectos, le van a empezar a aparecer montones de otros compromisos. Lo está esperando el intendente tal, lo está invitando la embajada tal para tal o cual agasajo… El periodista tal quiere hablar con usted… Y por otro lado, cuando quiera hacer cosas, le van a empezar a recitar el decálogo: esto se puede, esto no se debe. Si usted no tiene presupuesto, no puede nombrar. Si usted no hace una licitación, no puede comprar y así.

–¿Cómo se hace para compatibilizar lo que hay con lo que se quiere lograr?

–Hay una máquina que uno no la puede cortar con motosierra. La pregunta es cómo se rectifica una situación que tiene cambios, sin duda, en función de visiones, de proyectos políticos diferentes, de objetivos distintos, pero que para realizarlos hay que hacerlo con la máquina que ya existe y que uno puede transformar muy parcialmente. Ahora van a reunir ministerios existentes que fueron pedazos de otros, que a su vez fueron pedazos de otros. Pero son los mismos que forman parte de esos organismos los que van siendo dirigidos sucesivamente… Eso no se revisa, porque resulta que la gestión pública, así lo considero yo, tiene tres tiempos. No es solamente la gestión del presente, pero lamentablemente en la Argentina solo hemos administrado el presente. Es una especie de presente continuo. Ese es el tiempo verbal que se conjuga en el Estado argentino. Hay que incorporar el futuro, la planificación. Planificar la dotación de personal, lo que se va a hacer con cada uno de los organismos en función del valor público con que puede contribuir a esto que es de todos. O sea, es el interés general, el bien común, la felicidad pública, el buen vivir, las distintas formas en que hemos denominado aquello que pretende ser este algo que no existe, que es el interés general de la sociedad. No hay interés de la sociedad, hay intereses particulares que compiten entre sí y de los cuales resultan finalmente ciertas orientaciones político ideológicas, donde hay algunos que se benefician y otros que se perjudican en función de cuál es la relación de fuerzas en cada momento. Esa es la triste realidad. Pero ¿en qué momento nos sentamos a  ver, en serio, qué es lo que hace cada organismo del Estado?

–Uno de los argumentos recurrentes cuando se habla de reforma del Estado es que es demasiado grande. ¿Qué opina?

–De pronto te dicen ‘Bueno, vamos a vender Aerolíneas’. ¿Se hizo un estudio a fondo de hasta qué punto Aerolíneas tiene que ser o no una empresa de bandera? ¿Hasta qué punto vale la pena que el Estado tenga su propia empresa aérea? Ahí hay cosas simbólicas que no tienen valor [de mercado]. No estoy ni a favor ni en contra. Si me preguntan si hay que privatizar aerolíneas de nuevo, digo ‘No sé, tengo que mirar la empresa, lo que está produciendo’ y si efectivamente tiene el triple de cantidad de pilotos por avión de lo que tiene cualquier otra compañía, seguramente eso está mal. Hay un problema de deformidad ahí. Y creo que ese es el problema fundamental genérico de todo el aparato del Estado argentino. Es decir, tenemos un Estado cuya característica fundamental no es la hipertrofia, sino la deformidad. Un Estado deformado de mil formas distintas, porque hay organismos privilegiados, hay escalafones ‘secos’ y escalafones ‘húmedos’. ¿Por qué? Porque han tenido mayor capacidad de negociación interna y entonces uno se encuentra con gente que puede tener la misma formación, experiencia, capacidad y sin embargo, ganar hasta tres veces más o menos que otros.

–Bueno, eso ocurre también en las empresas privadas…

Sí, pero en forma más limitada, porque ahí uno tiene la posibilidad de moverse con mayor facilidad. En el Estado es más difícil. Si tuviéramos una carrera administrativa que funcionara en forma aceitada, donde se entra por mérito, y se cobrara por lo que se hace y por cuan bien se lo hace, sería otra cosa.

–Si para asegurar la gobernabilidad, el desarrollo, la distribución equitativa y llegar a una utópica “felicidad de la población” hay que articular el Estado, el mercado y la sociedad civil, ¿se puede hacer con un Estado mínimo, como se propone?

Esa es una posición puramente ideológica. Tengo montones de trabajos sobre eso, durante todos los [años] 90 me dediqué a criticar el menemismo. En uno de ellos, que se llama Estado y sociedad, nuevas reglas del juego, que ha sido el más citado de las últimas décadas, muestro que no hay ninguna comprobación fáctica [de esa aseveración]…

–Si se lo concibe como un aparato con limitaciones, ¿cómo se podría mejorar?

Primero sabiendo qué Estado se posee. No se puede mejorar nada, como no es posible curar a ningún paciente si previamente no se le hace un diagnóstico, análisis, radiografías y tomografía computada. El Estado necesita una tomografía computada, no un termómetro. Y seguramente un tratamiento sumamente complejo, por el cual tendremos que decidir qué cosas efectivamente puede ser necesario privatizar, cuáles hay que delegar a otras instancias jurisdiccionales (por ejemplo, entregarlas a las provincias), qué cosas hay que fortalecer, cuáles hay que reducir, eliminar. No lo sabemos, no sabemos cuál es el valor público… Esta es una palabra que hay que rescatar, y me parece que hay que repetir una y otra vez. ¿Cuál es el valor público de lo que se hace en el Estado? Y para eso hay que saber a quiénes sirve ese organismo que supuestamente está al servicio de determinada ‘clientela’ o ciertos beneficiarios, o como se llamen los que están del otro lado del mostrador. Tenemos que saber eso y no lo sabemos. El 11 de diciembre se van a sentar un montón de personas al frente del aparato a las que les va a llevar un año tratar de entender de qué se trata, qué es lo que están heredando, qué es lo que hace. Me pasó a mí. Yo fui subsecretario de reforma administrativa de Alfonsín, y me llevó un año conocer qué hacían las 300 personas que tenía bajo mi dirección. Uno llega el primer día y dice: ‘¿Esta gente qué está haciendo? ¿Cómo está funcionando esto? ¿No era que hoy empezamos?’ No, no hay un nuevo comienzo. Es un eterno recomenzar. Nunca paramos la mano y decimos: ’Bueno, qué tenemos que hacer en función de lo que tenemos?’ Eso es pensamiento estratégico. No hay estrategia, no hay planificación y no hay control de gestión. Entonces superponemos organismos, creamos auditorías, contralorías, Oficina Anticorrupción. Sumamos unas arriba de otras para revisar lo que se hizo, para ver si se lograron los resultados. Y no existe el control de gestión. A veces se aprueban en una jornada maratónica dos, tres o cuatro años de ‘cuenta de inversión’, por ejemplo. Una locura… Es simplemente cumplir con la formalidad constitucional.

–Es un lugar común repetir que las empresas o el sector privado son más eficientes que el Estado. Sin embargo, hay muchos casos que no respaldan esa afirmación. Por poner un ejemplo, en los Estados Unidos, donde la salud está casi enteramente privatizada, los resultados distan de ser los mejores y en ciertos aspectos son mucho peores que los de países donde la salud está en manos del Estado…

–Absolutamente. Nosotros no solo tenemos empresas públicas que fabrican cohetes, satélites, organismos que promueven el desarrollo industrial y agropecuario del país, como es el caso del INTA o el INTI, que fueron absolutamente fundamentales para el desarrollo del país. También tenemos empresas privadas que son un desastre. En los Estados Unidos existe una norma según la cual cualquier compañía puede concursar con el organismo estatal  responsable de algún tipo de actividad y en función de eso se decide si la empresa privada se hace cargo. En uno de mis libros, Gobernar el Imperio: los tiempos de Bush, muestro que del 100% de los concursos que se hacen entre empresas públicas y privadas en función de esa norma norteamericana, en el 89% de los casos ganan siempre los organismos del sector público. El resultado es abrumadoramente favorable al sector público.

–También es habitual oír que hay que profesionalizar el Estado. Existen países en los cuales sólo se puede ingresar al aparato estatal si se es graduado en “gestión pública”. ¿Mejoraría un Estado gestionado por expertos, por científicos, por ejemplo?

No, no, no creo. Durante la época que me tocó estar acompañando el gobierno del doctor Alfonsín, lanzamos el programa de administradores gubernamentales. La aspiración era que llegara a ser un cuerpo de mil funcionarios que tuvieran funciones gerenciales dentro del Estado. El cuerpo llegó a tener aproximadamente 210 personas, hoy no creo que supere las 50, se va extinguiendo. Nunca fueron verdaderamente gerentes, sino  asesores, consultores. Fue un proyecto que pudo haber contribuido enormemente a profesionalizar la gerencia pública o la alta gerencia. Hay países que le dan una prioridad absoluta; Chile, por ejemplo, e incluso Colombia. En la Argentina, lo hemos descuidado bastante, hubo varios intentos, pero tampoco se trata de que todos sean como en la época de Grecia, filósofos, no tenemos que ser todos expertos. Es fundamental que haya un proceso de acceso a través de concursos abiertos en donde todo el mundo tenga la posibilidad de acceder a un empleo público cada vez que se produzca una vacante, que se llenen en función del perfil requerido. La carrera del funcionario es muy compleja, porque empieza por un concurso, por una capacitación, por un proceso de crecimiento a lo largo de diferentes funciones y de ocupación de puestos sucesivamente superiores en la escala… Se necesita una política de remuneraciones que haga que se le pague a la gente en parte por lo que es, en parte por lo que hace y en parte por cuán bien hace lo que hace. Todo eso está distorsionado, por eso tenemos un Estado deforme.

–Si la carrera del funcionario es tan larga y compleja, ¿qué reflexión le merece el hecho de que una de las consignas que se agitaron durante la campaña haya sido “¡Abajo la casta!”? ¿Es conveniente dejar el Estado en manos de personas que no tengan ninguna experiencia en los asuntos públicos?

–Aclaremos. La tarea de gobernar exige el desempeño de funciones políticas y tareas de gestión, pero siempre es una actividad profesional. Las funciones políticas suponen fijar los objetivos de las políticas públicas, sus beneficiarios (usuarios, sujetos de regulación o quienes sean sus destinatarios). Las de gestión implican desarrollar todas las tareas necesarias para que los funcionarios permanentes de la administración logren y entreguen los productos o servicios de que se trate  No hay reglas fijas respecto de cuál es el nivel jerárquico hasta el cual corresponde desempeñar las funciones políticas y cuál, el propio de la implementación de las mismas y el logro de los resultados. Pero en general se requieren competencias que incluyen conocimientos y experiencia en el tema o área de política, liderazgo, manejo de equipos de trabajo, etcétera, según el perfil ocupacional de quienes deben actuar en la estructura jerárquica y funcional correspondiente. El personal permanente, en su vinculación con el Estado empleador, debería estar sujeto a ciertas reglas para su incorporación (vg., por concurso o prueba de idoneidad), de inducción al puesto de trabajo, de promoción (especialmente por concurso) a puestos de mayor responsabilidad, a procesos de capacitación, evaluación de desempeño, ocupación lateral de otros puestos, de remuneración, etc. Al funcionario político solo se le requiere, en principio, tener idoneidad para el desempeño de la responsabilidad que se le confía y, en general, ser de confianza del superior que lo designa.

La “casta” no es una categoría precisa. Los libertarios la usan aludiendo a una clase política que vive exclusivamente de prebendas derivadas del acceso a recursos públicos, que pueden consistir en ser amigo de un político que accedió a un puesto de responsabilidad y usufructúa de un empleo o un privilegio. No puede extenderse sin más a personal permanente del sector público.

–¿Qué desafíos plantea y qué puede aportar la tecnología, y en particular la inteligencia artificial a la gobernanza?

–Invito a leer mi último libro, El estado en la era exponencial, disponible en Internet. Ahí figura la argumentación que hago respecto del rol que tendrá el Estado en el escenario del desarrollo acelerado que están teniendo la tecnología y la ciencia en lo que respecta a los procesos de robotización, de autonomización, de la Internet de las cosas y toda la parafernalia de novedades que trae aparejada esta cuarta revolución industrial.

[Allí se lee: “Los gobiernos y organizaciones del sector público se encuentran en el epicentro de una ‘tormenta perfecta’ y deben replantearse qué significa gestionar en una era disruptiva. Y deben hacerlo, al mismo tiempo en que deben volver a ganar la confianza pública, que ha declinado casi en todas partes. En un contexto de arenas movedizas, las instituciones estatales tienen un papel crucial en prestar servicios a sus ciudadanos, tratando de equilibrar las oportunidades creadas por la disrupción (…) Si bien el mundo ya incursionó en una nueva era, el campo de estudios sobre la gestión pública no ha explorado todavía, suficientemente, los impactos que la aceleración del cambio tecnológico tendrá sobre la misma. Tampoco los gobiernos, al menos en los países más rezagados, parecen haber asumido la responsabilidad de anticiparlos y de evaluar el futuro impacto sobre su gestión (…) Hay al menos tres razones que justifican esta preocupación. Una es que, librado a su propia dinámica, el cambio tecnológico en ciernes producirá seguramente transformaciones profundas sobre la estructura de poder de los países, la producción e intercambio de bienes y servicios en el orden nacional e internacional y, por lo tanto, la propia naturaleza del capitalismo como modo de organización social. Se requiere, por lo tanto, un estado con capacidad preventiva y reactiva para enfrentar y conducir este proceso, sin disuadir la innovación tecnológica puesta al servicio de la producción de bienes y servicios de interés colectivo. La segunda, de especial importancia para los países emergentes, es la posibilidad cierta de que, frente a la aceleración del cambio tecnológico, se ensanche la brecha entre los países que lideran este proceso y aquellos que ni siquiera contemplan por ahora la inminencia y magnitud de sus impactos. (…) La tercera es principalmente ética. Si el Estado no está capacitado para comprender los riesgos que trae aparejado el desarrollo e implantación de ciertas innovaciones tecnológicas, así como de regular sus deletéreas consecuencias, la sociedad puede verse expuesta a la voracidad de empresas y emprendedores para los cuales las consideraciones éticas o morales no cuentan, primando solo los criterios puramente mercantiles que inspiran la producción de los bienes o servicios que vuelcan al mercado.

Para que las cosas ocurran de uno u otro modo, hay un actor social insustituible a la hora de propiciar, conducir, regular o impedir que se produzcan los impactos y consecuencias sociales del cambio tecnológico en ciernes. Ese actor es el Estado. Su papel será crucial para que el poder combinado de la industria y el establishment científico-tecnológico pudiera encauzarse en una dirección que aproveche las ventajas de la innovación y se eviten sus negativas consecuencias sobre el bienestar e interés general de la sociedad.

ElDestapeweb

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