Por Rodrigo Ovejero
Septima Entrega
Unos días atrás, mientras paseaba por la plaza con mi hijo, me detuve unos segundos a ver los toboganes, y me dio por pensar en toboganes y Catamarca (a menudo pienso en cosas inútiles, esa es la razón de ser de esta columna) una relación conflictiva y cambiante, como la de Batman y Robin.
Un breve repaso a la historia de los toboganes en Catamarca debería tener en cuenta algunos ya extintos –por suerte- como los que había en el Polideportivo Capital o la Plaza del Maestro, tres décadas atrás. A diferencia de los toboganes actuales, de un plástico sin asperezas que facilita el deslizamiento, estos estaban construidos en cemento, no del todo alisados, y deteriorados por su uso. Si mal no recuerdo esto era una ventaja en los del Polideportivo, que tenían una inclinación vertiginosa, con la que se habría alcanzado demasiada velocidad si no fuera por la superficie rugosa. Para empeorar las condiciones, ambos terminaban en pozos cubiertos de arena donde se acumulaba material fecal de perros –espero- y colillas de cigarrillos. La arena, además, distaba de ser fina, difícilmente fuera confundida con la que puede encontrarse en una playa caribeña. Al contrario, la arena de obra era talco al lado de ésta, rústica, machaza, sin zarandear, ideal para el escaldado y las rodillas peladas.
Por aquella época, además, circulaba la leyenda de que en algún tobogán de la ciudad alguien había tenido la idea de colocar una hojilla de afeitar en el mismo sentido del descenso. Por supuesto que en todas las ciudades se decía lo mismo, era la clase de cosa que le había pasado al amigo de un amigo, y durante un tiempo le añadió emoción al recorrido. Uno nunca sabía cuándo se iba a encontrar con el tobogán maldito. Por unas semanas verifiqué la ausencia de filos antes de largarme, pero luego mis ansiedades infantiles pudieron más. Por suerte, nunca me saqué esa lotería. No obstante, tengo información fidedigna de que un amigo de un amigo, cuyo nombre ya no recuerdo o quizás nunca supe, se encontró el premio en La Alameda. O tal vez fuera en la plaza de la Virgen del Valle, uno nunca sabe.
De toboganes y arte no hay mucho que contar –al menos yo no tengo mucho que contar- pero siempre recuerdo con mucha curiosidad la historia de Helter Skelter, la canción de The Beatles cuyo nombre hace referencia a una clase de tobogán con forma de espiral. La canción no tendría nada de particular si no fuera porque, años después de su publicación, Charles Manson afirmaría que se trataba de un mensaje directo hacia su persona, instándolo a imponer un nuevo orden mundial. He allí un ejemplo perfecto de la imprevisibilidad del efecto mariposa: un día la mamá de Paul McCartney le dice que se tire por el tobogán y treinta años después Sharon Tate paga los platos rotos.